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Mitología griega

Religión, mitología y espagueti con albóndigas
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IDEAS GENERALES SOBRE LA ESENCIA DE LOS DIOSES


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Las concepciones que sobre la esencia de los dioses tenían los antiguos se reflejan en las obras que hasta nosotros han llegado de los poetas griegos y latinos; la lectura de éstos es el mejor procedimiento para familiarizarnos con las ideas religiosas de aquellos pueblos, aparte de que los poetas contribuyeron en una importante medida a la definitiva elaboración de los mitos. En la cumbre de la poesía griega se sitúa, tanto en el orden del tiempo como en el de la importancia, el venerable Homero, el padre de los poetas, cuyas obras nos ofrecen un cuadro completo de la “ciudad de los dioses”, presidida por su señor y soberano Zeus.

En cuanto a su aspecto exterior, los dioses se nos aparecen aquí dotados ya de un cuerpo totalmente humano; sólo que eran imaginados con una forma mayor, más bella y majestuosa que la de los hombres, sin incurrir por ello en ninguna exageración de tipo monstruoso o fantástico.

Del mismo modo que los dioses superan a los hombres en estatura y belleza, les son asimismo muy superiores en fuerza y vigor. Cuando Zeus sacude sus divinos bucles, tiembla el Olimpo entero; y los demás dioses y diosas, aunque guardando siempre la debida proporción y armonía, están también provistos de unas fuerzas corporales fuera de comparación con las humanas. Cierto es que su corporeidad los ata al espacio, y por tanto no pueden ser omnipresentes; pero esta vinculación espacial no representa para ellos una limitación comparable a la que sufren los mortales, pues tienen la facultad de recorrer las mayores distancias con la rapidez del rayo. En un abrir y cerrar de ojos se traslada Atenea desde las rocosas cimas del Olimpo a las playas de Ítaca, y a Posidón, el señor de los mares, le bastan tres o cuatro pasos para salvar la distancia que separa la Samotracia de la ciudad de Egas, en la isla de Eubea.

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Añádase a ello la circunstancia de que los dioses alcanzan, con su vista y oído, a distancias incomparablemente mayores que los hombres. En cuanto al oír, parecen incluso no conocer límite alguno, pues en todos lugares se les dirigen plegarias sin que éstas requieran su presencia personal. Asimismo, Zeus, desde su encumbrado trono en el Olimpo, advierte todo lo que hacen los hombres, y sentado en la cumbre más elevada del Ida puede seguir todos los pormenores de la batalla encendida alrededor de los muros de Troya.

En cambio, los dioses están sometidos a las mismas necesidades corporales que los hombres: deben reparar sus fuerzas con el sueño y necesitan comer y beber como cualquier mortal. Hay que observar, sin embargo, que también a este respecto son más libres que los humanos, pues pueden resistir mucho más tiempo que éstos sin satisfacer las exigencias de su cuerpo. Su comida no es tanto tan vulgar como la humana, pues sólo se alimentan de néctar y ambrosía. Y del mismo modo que no pueden pasar sin alimento, también necesitan vestidos, a cuya elección y adorno las diosas dedican una especial atención, análogas en ello, como en tantas otras cosas, a las mujeres humanas. El arte tardío demostró una especial preferencia a representar a los dioses con muy ligero atuendo, o incluso completamente desnudos; pero sería un error deducir de ello que la antigua creencia popular se imaginaba a las divinidades andando desnudas por el mundo.

Puesto que los dioses poseían un cuerpo parecido al de los hombres también debían nacer como éstos y crecer y desarrollarse del mismo modo, tanto física como espiritualmente. Sólo que aquí también las cosas discurren con maravillosa rapidez. Así, por ejemplo, el recién nacido Hermes salta de su cuna para ir a robar los bueyes de Apolo, y habiendo sido dado a luz por la mañana, por la tarde había ya inventado la lira y se entretenía tocando con ella. Apolo, a las pocas horas de nacer, apenas ha recibido la ambrosía y el néctar de manos de Temis, se desarrolla hasta convertirse en un joven en la plenitud de sus facultades, y empuña los instrumentos que desde entonces serían sus atributos: el arco y la “forminx” o lira. Peor la más importante ventaja que los dioses poseen sobre los humanos consiste en que, una vez llegados a la plenitud de sus fuerzas físicas y espirituales, no envejecen nunca, sino que se conservan eternamente jóvenes y bellos, jamás son afligidos por dolencia o enfermedad de ninguna clase, ni pueden ser nunca presa de la muerte. Por oposición a la estirpe de los hombres, sujeta a tantos tormentos y miserias, ellos son los felices, los bienaventurados, a quienes nada cuesta satisfacer cada uno de sus deseos. Lo cual implica que ocasionalmente no puedan también sentir dolor o sufrir aflicción. Del mismo modo que su cuerpo es vulnerable, también su alma está expuesta a toda clase de impresiones penosas, habida cuenta, sobre todo, de que los griegos hicieron a sus dioses accesibles a las mismas pasiones que agitan los corazones de los humanos.

En cuanto a sus facultades espirituales, huelga decir que son con mucho superiores a las nuestras. Desde el punto de vista de la moral, están muy por encima de los hombres; aborrecen todo lo malo, impuro e injusto, y, en consecuencia, castigan las maldades e injusticias cometidas por los mortales; mas por ello no puede tampoco deducirse que no sean a veces capaces de incurrir en toda clase de faltas y locuras, como mentira, odio, envidia, crueldad, celos, etc. Por tanto, los dioses antiguos no son seres sagrados en el mismo sentido en que nosotros concebimos a la divinidad, y tampoco son todopoderosos y omniscientes. A menudo grande es su poder y “mucho es lo que saben”: pueden intervenir a capricho en el curso de la naturaleza, provocar de repente tempestades, enviar pestes y otras plagas, transformarse o transformar a otros como mejor se les antoje, hacer, en una palabra, todo lo que se lee en los cuentos de hadas; pero hasta el propio Zeus, cuyas fuerzas alcanzan a mucho más que las de los restantes dioses, y de cuya voluntad y decisiones depende el orden entero del universo, está a su vez sometido a la voluntad del destino, fijada desde la eternidad, y tampoco queda del todo excluida la posibilidad de engañarlo y esquivar con astucia sus decretos.

En cuanto a las ocupaciones de los dioses, en realidad su vida pasa en un dulce “far niente”; lo mismo que los poderosos y ricos de este mundo, procuran matar el tiempo con toda clase de diversiones y entretenimientos, siguiendo cada uno sus propios gustos y aficiones. La comida suelen tomarla en común, por lo menos los dioses celestes, y a este objeto se congregan en el espléndido palacio de Zeus, emplazado en las aéreas cumbres del Olimpo. Allí, servidos por Hebe, se recrean con las melodías que Apolo arranca a su cítara y con los dulces cantos de las Musas, y se entretienen con alegres y amenas conversaciones. Verdad es que estas reuniones no siempre discurren con la paz y serenidad que podría suponerse. No es raro, en efecto, que entre los altos dioses estallen rencillas y rencores, y para romper la monotonía de la existencia divina a veces traman entre sí pequeñas conjuraciones, como la que concertó Hera con Posidón y Atenea con Zeus y fue desbaratada por Tetis, sobre la cual nos habla el primer libro de la Ilíada.

Finalmente, todos los dioses y diosas, para guardar en todo punto la semejanza con el mundo terrenal, están unidos en una gran comunidad, cuya cabeza y centro visible es el padre de los hombres y rey de los dioses: Zeus. Sin embargo, éste es más especialmente el soberano de las divinidades celestes, mientras que los dioses del mar y de las aguas están subordinados a Posidón y los de la tierra y del mundo subterráneo lo están a Hades.

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LA GIGANTOMAQUIA Y EL ALTAR DE PÉRGAMO

Algunos poetas cantaron una de las guerras que puso en tela de juicio la soberanía de Zeus: la de los Gigantes. Éstos habían nacido de las gotas de sangre cayeron en la tierra tras la mutilación de Urano.

"Pues cuantas gotas de sangre (de Urano mutilado por Crono) salpicaron, todas las recogió Gea. Y al completarse un año, dio a luz a las poderosas Erinias, a los altos Gigantes de resplandecientes armas, que sostienen en su mano largas lanzas, y a las Ninfas que llaman Melias sobre la tierra ilimitada".
[RIGHT]Hesíodo, Teogonía 182 ss.[/RIGHT]

"Gea irritada a causa de los Titanes, procrea con Urano a los Gigantes: insuperables por su tamaño e invencibles por su fuerza, mostraban temible aspecto, con espesa pelambre pendiente de la cabeza y el mentón, y escamas de dragón como pies. Habían nacido según unos en Flegra, según otros en Palene. Arrojaban al cielo encinas encendidas y piedras. Aventajaban a todos Porfirio y Alcioneo –que era inmortal mientras combatiera en su tierra nativa; éste expulsó de Eritía las vacas de Helios. A los dioses se les había vaticinado que no podrían aniquilar a ningún gigante a menos que un mortal combatiera a su lado. Conociendo esto Gea busca una droga para que no pudieran ser vencidos ni por un mortal. Pero Zeus prohibió aparecer a Eos, Selene y Helios y, adelantándose, él mismo destruyó la sustancia y por medio de Atenea llamó a Heracles en su ayuda. Éste primero disparó su arco contra Alcioneo, quien al caer en tierra se reanimó. Por consejo de Atenea, Heracles lo arrastró fuera de Palene y de este modo acabó con él. En la batalla Porfirio atacó a Heracles y a Hera. Zeus le inspiró deseo por Hera, y cuando Porfirio le desgarró los vestidos queriendo forzarla y ella pidió ayuda, fue fulminado por Zeus y asaeteado por Heracles.

En cuanto a los demás gigantes, Apolo flechó a Efialtes en el ojo izquierdo y Heracles en el derecho. Dioniso mató a Éurito con el tirso, Hécate a Clitio con Teas, y Hefesto a Mimante lanzándole hierros candentes. Atenea arrojó sobre Encélado fugitivo la isla de Sicilia, y habiendo arrancado la piel a Palante, con ella protegió su propio cuerpo en el combate. Polipotes llegó a Cos perseguido a través del mar por Posidón; éste desgajó la parte de la isla llamada Nísiro y se la echó encima. Hermes, cubierto con el casco de Hades durante la lucha, mató a Hipólito, Ártemis a Gratión, las Moiras, armadas con mazas de bronce a Agrio y Toante, y a los demás los destruyó Zeus alcanzándolos con sus rayos. Heracles remató con sus flechas a todos los moribundos."

[RIGHT]Apolodoro, Bibliotheca[/RIGHT]

Con respecto al origen de los seres monstruosos –Tifón- y enormes –Gigantes- que engendró la Tierra (Gea) para que luchasen contra la nueva raza de dioses, los Olímpicos, no es prudente ser demasiado dogmáticos; pero cabe advertir que constantemente se les representa encarcelados, después de su derrota, en una u otra de las regiones volcánicas conocidas de los griegos. Así, Tifón se encuentra prisionero en o bajo Árima, aunque se ignora cuál pueda ser exactamente tal región; épocas posteriores la identificaron con la isla volcánica de Inarime, no lejos de Nápoles. Encélado está bajo Etna, y así sucesivamente. Por tanto, no andaremos probablemente descaminados si consideramos que son, no exactamente personificaciones de fuerzas volcánicas y otros formidables fenómenos de la naturaleza, sino seres concebidos antiguamente y que se suponen son los que causan tales cosas. Su naturaleza, dentro de la pura tradición griega, es más bien violenta que positivamente malvada; la teología griega no conoce ningún diablo.

A pesar de que un gran número de gigantes llevan nombres perfectamente griegos, hay buenas razones para pensar que este mito no es puramente heleno ni fue conocido por los griegos en época primitiva. Existen analogías entre él y las diversas leyendas orientales de conflictos entre los dioses y formidables monstruos de diversas formas. No existe ninguna prueba de que fuera familiar en Grecia hasta alrededor de principios del siglo VI. Además es digno de tenerse en cuenta que las representaciones más antiguas que de esta batalla han sobrevivido en el arte nos muestran a los gigantes en forma completamente humana y armados al modo de soldados griegos.


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Sólo el arte tardío los representa con la parte inferior del cuerpo en forma de dragón y cubierta de escamas, dándoles forma humana sólo de la cintura para arriba.

La exposición más grandiosa de la Gigantomaquia que nos ha legado el arte griego es la de un relieve de mármol que adornaba el gran zócalo del altar de Zeus en la antigua Pérgamo, residencia de la opulenta y refinada dinastía de los Atálidas. Fue construido por iniciativa de Eumenes en honor de Zeus y de Atenea Niképhoros entre 180 y 160 a. c. Grandes relieves de 2,30 metros de altura rodeaban por tres de sus lados el gigantesco altar formando un friso de unos 112 metros de longitud. Las excavaciones que desde 1878 emprendió el gobierno prusiano en la acrópolis de Pérgamo, por iniciativa de un ingeniero alemán residente en Esmirna, el Dr. Karl Humann, dieron por fruto el descubrimiento de una considerable parte del impresionante friso que actualmente constituye el más preciado tesoro del Museo de Berlín. Por suerte, muchas de las placas de mármol descubiertas son contiguas, lo que ha permitido reconstruir un cierto número de grupos, a pesar de que resultaran afectadas durante la segunda guerra mundial.

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Por el lado de los olímpicos intervienen además en el combate dioses menores, astros, Herakles y todo cuanto la Teogonía de Hesíodo y los Fenónmenos de Arato podía ofrecer para formar una hueste de setenta y cinco dioses y personificaciones. Dentro del conjunto reina, naturalmente, un cierto orden: Zeus y Atenea combaten a sus respectivos adversarios en el lado oriental, que comparten con los demás olímpicos; el del mediodía está ocupado por los dioses del día y de la luz, con todos sus rivales; el lado norte es el campo de los dioses de la noche; y en los extremos y en la vuelta de éstos sobre la escalinata, combaten Diónysos y los dioses del mar.

Con este friso el arte helenístico penetra resueltamente en dominios de la expresión que los clásicos habían dejado intactos. Jamás se había visto cosa parecida en un concierto de figuras, algo comparable a la furia de los elementos desencadenados, a la violencia del mar sacudido por el huracán, al tumulto ensordecedor de una catástrofe cósmica. Dos facciones de linaje diferente, intervienen en el combate: la una está compuesta con estudio del pasado y respeto hacia él: son las figuras de los dioses, escogidas entre las más insignes y bellas que el arte clásico, especialmente el arte ático, podía brindar (por este lado el arte de Pérgamo ofrece un flanco clasicista); la otra facción –la de los gigantes- encierra figuras puramente humanas, como la de Ottos, el adversario de Artemis, que comete la torpeza de enamorarse de su enemiga en el momento decisivo de la lucha, y fantásticas combinaciones de hombres jóvenes y viejos con escamosos cuerpos de serpiente en las piernas, cuernos de toro, crines de león. Por este lado es poco o nada lo que la escultura de Pérgamo debe a la tradición, y en todo caso supero a todo posible precedente. El fondo del relieve desaparece tras la maraña de cuerpos humanos, ropajes flotantes, armas, carros y animales.

Se trata de un gran altorrelieve, cuyas figuras parecen huir del fondo. Los músculos prominentes y los pliegues de los ropajes transmiten una tremenda sensación de poderosa energía.


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El tema central del lado este, el primero que vería el visitante, representa a Zeus luchando con tres gigantes a la vez, con su poderoso cuerpo puesto al descubierto al deslizarse las vestiduras desde sus hombros, y a Atenea dándose la vuelta para acabar con otro enemigo. Los gigantes, que llevan la peor parte, aparecen con piernas de serpiente, alados o en forma de simple ser humano. El que cae a la izquierda de Zeus aparece de perfil; otro, a la derecha, se desploma herido sobre sus rodillas, y su cuerpo presenta una perspectiva de tres cuartos, reflejo de la misma de Zeus; un tercer gigante se yergue sobre sus piernas de serpiente para continuar la lucha y aparece visto de espaldas. Esta esmerada ordenación y variación de las posturas de cada figura no salta a la vista inmediatamente, pero contribuye al efecto del conjunto.

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El segundo grupo de esta obra nos muestra a la hija de Zeus, Atenea, en actitud de victoria. Con un poderoso movimiento, que se refleja en los pliegues de su túnica, avanza hacia la derecha, armada de escudo, yelmo y égida. Con la mano derecha tiene asido por los cabellos a un gigante provisto de un par de alas dobles, aunque por lo demás de figura humana, y lo arrastra por el suelo, mientras la culebra de la diosa, como fiel servidora de ésta, atenaza sus miembros y se dispone a darle la mordedura mortal en el pecho derecho; en vano intenta él agarrar con la diestra el brazo de la diosas. Hacia ésta vuela desde la derecha Nike, para coronarla con la guirnalda de los vencedores; pero bajo los pies de Atenea surge, con sólo medio cuerpo, la madre de los Gigantes, Gea, perfectamente identificada no sólo por su cuerno de la abundancia, sino también por una inscripción, la cual, con gesto de súplica y la mano derecha levantada, implora compasión para sus hijos. Al extremo del grupo se advierten fragmentos de gigantes muertos.

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LA GIGANTOMAQUIA Y EL ALTAR DE PERGAMO


Algunas vistas adicionales de este magnífico monumento del mundo clásico.



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gracias por todos estos post e aprendido muchisimo !!!!


gracias :jajajaja:
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A la cabeza de los dioses del cielo está Zeus, supremo señor y gobernante del universo, al que los latinos dieron el nombre de Júpiter. El es, para ambos pueblos, el dios del cielo por antonomasia y, como tal, padre de todo lo que hay vivo en la naturaleza, cuya graciosa mano dispensa bendiciones y abundancia de bienes en montes y llanos. De él proceden todos los fenómenos de la región celeste. En particular, agolpa y disipa las nubes, dispara los rayos, hace retumbar el trueno, envía la lluvia, el granizo, la nieve y el fertilizante rocío a la tierra. Con su égida, una piel de cabra rodeada por un fleco de serpientes en cuyo centro está fijada la espantosa cabeza de la Gorgona, levanta las borrascas y los temporales.

Pero los antiguos no se dieron por satisfechos con esta significación puramente natural del dios; mucho más poderoso y venerable les parecía aún esto desde su aspecto moral. En efecto, veían en él como una personificación del principio de orden y armonía que podemos observar tanto en la naturaleza física como en el mundo espiritual. Del mismo modo que Zeus rige la comunidad de los dioses según leyes rigurosas e irreprochables, a diferencia del capricho y la arbitrariedad de su padre Cronos, así es también para los hombres el preservador y defensor del orden político. De él reciben los reyes de la tierra su señorío y sus derechos, y ante él son responsables del concienzudo desempeño de sus funciones. Pues su diestra sabe fulminar con el más justiciero rigor a todo aquel que osa transgredir los límites de su poder y utilizar su fuerza para doblegar el derecho. Preside además Zeus las asambleas populares y los consejos políticos, a los que inspira sabias decisiones, y atiende a que sean conducidos de modo ordenado y conforme a las leyes. Siendo el juramento uno de los principales puntales del orden político, vigila bajo la advocación de Zeus Horkios la fidelidad a lo jurado, y castigo los perjurios. No menor es su cuidado en proteger los límites y fronteras, y como dios dispensador de la victoria, acompaña a la juventud que sale armada para defenderlas. Del mismo modo que todas las sociedades cívicas y políticas gozan de su especial protección, así es también el especial defensor y paladín de aquella comunidad que constituye el núcleo y fundamento de toda ordenación social, o sea la familia. En cierto modo, cada padre de familia era un sacerdote de Zeus, y en nombre de la familia le ofrecía sacrificios regulares. En su altar, que por lo común se levanta en el centro del patio interior de la casa (en las viviendas más modestas su emplazamiento coincidía con el hogar familiar), todos los extranjeros, fugitivos y desvalidos encontraban ayuda y protección. En su calidad de Xenios, ampara a los viajeros y castiga a los que sin compasión arrojan de su umbral al forastero necesitado de ayuda o de algún otro modo violan los sagrados derechos de la hospitalidad a que el hombre está obligado.

Como la superstición primitiva veía en todos los fenómenos celestes signos expresivos de la voluntad de los dioses, es natural que el supremo dios del cielo fuera también la fuente más rica en revelaciones y profecías; Zeus anunciaba su voluntad a los hombres por medio del rayo y el trueno, por medio del vuelo de las aves, con sueños y otros signos augurales. En tal calidad, el dios poseía sus oráculos propios, como el de Dodona, en el Epiro, que era el más antiguo oráculo de Grecia, y el de Olimpia, pero también revelaba el futuro por boca de su hijo preferido, Apolo.

Ningún otro dios se convirtió tan pronto como Zeus en dios nacional de todos los griegos; se le rendía culto en todas partes, aunque entre sus muchos santuarios los había que poseían especial significación e importancia. El más antiguo de todos era el de Dodona, ya mencionado por su oráculo, donde el Zeus pelásgico era ya venerado cuando aún no existía ningún otro templo en Grecia. Su imagen era allí una encina sagrada, el rumor de cuyas hojas servía para revelar a los fieles la presencia del dios. También en la cumbre del monte Tómaro, a cuyo pie estaba Dodona, era venerado Zeus, como por lo demás era natural que las cimas montañosas fueran los más antiguos santuarios del dios. Pero en tiempo posteriores todos los templos y santuarios quedaron oscurecidos por el de Olimpia, el gran santuario nacional del Zeus helénico, que atraía a los visitantes de los más alejados países no sólo por los juegos que allí se celebraban cada cuatro años, sino también por la magnificencia y riqueza de las obras de arte que lo decoraban. Estaba situada en la Élide, a la margen norte del río Alfeo; gracias a las excavaciones emprendidas por los alemanes de 1875 a 1880, han salido a la luz los restos del santuario junto con un gran número de obras de arte mejor o pero conservadas, sobre todo las que servían de adorno al templo de Zeus.

En el templo de Olimpia se encontraba la más admirada representación del dios de toda cuantas existían en la antigüedad: la estatua del escultor ateniense Fidias (500-432 a. C.), cuya contemplación era para los griegos la cifra y resumen de toda felicidad concebible. La figura, sentada sobre un elevado trono, tenía más de 13 metros de altura, y era de oro y marfil (crisoelefantina), lo cual, naturalmente, debe entenderse en el sentido de que delgadas placas de estos dos materiales estaban aplicadas sobre un núcleo de madera, de modo que el marfil representaba sólo las partes desnudas del cuerpo, cara, cuello, pecho y manos. En su diestra sostenía Zeus una Victoria, hecha también de oro y marfil, y con su izquierda empuñaba el cetro real, en cuyo extremo estaba posada el águila. Según se cuenta, Fidias se había inspirado en las palabras de Homero (Ilíada I, 528) cuando describe cómo Zeus asistió a la súplica que le dirige Tetis:

Dijo el Cronida, y bajo las negras cejas en señal de asentimiento; los divinos cabellos se agitaron en la cabeza del soberano inmortal, y a su influjo estremicióse el dilatado Olimpo

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Pero su propósito no era representar al todopoderoso señor del Olimpo, a quien nadie podía compararse ni en fuerza física ni en profundidad de inteligencia, sino también al bondadoso y clemente padre de los dioses y de los hombres, el munífico dispensador de todas las bendiciones y bienes. Cuenta la piadosa leyenda que Fidias, terminada ya su obra y emplazada en el templo, pidió a Zeus que le enviara un signo para saber si le era grato su trabajo. Entonces Zeus, desde el cielo, disparó un rayo que atravesó la techumbre del templo.

La sublime obra de Fidias, que era contada como una de las siete maravillas del mundo antiguo, se conservó en el lugar para el cual había sido destinada, aunque no del todo incólume, hasta la última celebración de los Juegos Olímpicos (393 después de Cristo).

Por desgracia no nos han llegado copias auténticas del Zeus de Olimpia, pero dos monedas de la Élida, una de ellas en el Museo de Florencia y otra conservada en el de París, nos permiten formarnos una idea de la disposición de la imagen sedente, así como de la forma de la cabeza.

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De la comparación de todas las obras de arte conservadas que hacen referencia a Zeus, resulta que el arte antiguo prefirió representarlo sobre todo como el bondadoso rector del universo que, consciente de su poder, está sentado en su trono celeste gozando de una gloriosa y sagrada serenidad. Característica suya es la melena a ambos lados de la frente abombada, la abundante barba que desciende en numerosos rizos, el pecho ancho y potente. Sus atributos constantes son el cetro, como símbolo de su soberanía, el rayo, el águila que siempre le acompaña, la bandeja de las ofrendas, como signo del culto, la esfera debajo o al lado de su trono, como símbolo del universo sobre el que reina, y finalmente la Nike (diosa de la Victoria), para indica que de él vienen el poder y la victoria.

(continuará)
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La boda de Zeus fue un asunto complicado. En la generación precedente de dioses el Padre Cielo se casó con la Madre Tierra, y esto no solamente sucede en la tradición griega, sino en la imaginación de muchísimas razas. Ahora bien, Zeus es un dios evidentemente celeste; por lo tanto, es natural que se casara con una diosa de la tierra, o con una diosa relacionada con la fertilidad. Por ello le encontramos como esposo de Deméter, Perséfone, Sémele y Hera. Pero una vez estuvo unido, en varias leyendas locales, con varias de estas diosas, el resultado de todo intento por correlacionar estas leyendas (y tales intentos se efectuaron claramente muy temprano) debe ser el de que se le representara como un polígamo o que se creyera de él que era groseramente adúltero para con su reina legítima. La primera solución era imposible, porque los griegos fueron siempre monógamos, y naturalmente representaron a sus dioses como poseyendo la misma práctica; la segunda solución estaba más de acuerdo con sus propias ideas, que toleraban tales irregularidades, y a los hijos habido en ellas les daban en la familia un puesto reconocido, aunque subordinado. Por ello a Zeus se le representa siempre como teniendo una sola esposa (generalmente Hera), pero como padre de cierto numero de hijos ilegítimos, los cuales, si son hijos de diosas, adquieren también un rango divino, mientras que si sus madres son mujeres mortales, suposición, aunque elevada, no es divina. Las numerosas uniones con mortales se explican fácilmente, diosas “marchitas”, en la mayoría como particularizaciones de la pretensión general de las antiguas casas reales de ser “vástagos de Zeus” y del deseo de las familias menos ilustres de procurarse una elevada ascendencia. Las mismas explicaciones tienen validez para muchos árboles genealógicos que se remontan, no al propio Zeus, pero sí a alguno de los otros dioses olímpicos. Incluso así, cierto número de uniones de dioses son casamientos con parientes de primer grado, con hermanas o con hijas. Esto jamás estuvo permitido en la sociedad griega, y debemos explicar tales casos, me parece, suponiendo que la relación entre un dios y una diosa era explicada por algunos como la relación de hermano y hermana o de padre e hija, y por otro como la de marido y mujer. Los mismo antiguos advertían esta anomalía y en épocas posteriores sintiéronse intrigados por ella, y de ahí los incesantes ataques sobre la moralidad de los dioses de la religión tradicional en diversas críticas, cristiana y otras.

En Hesíodo, la primera consorte divina de Zeus fue Metis (sabiduría, buen consejo). Pero ésta fue una unión peligrosa, porque Metis estaba destinada a dar a luz, primero a Atenea, y luego a un dios que había de gobernar a los dioses. Por lo tanto, Zeus tuvo la precaución de tragársela antes de que diera a luz a Atenea, la cual, a su debido tiempo nació de la cabeza de su padre. Aquí nos encontramos con una combinación bien extraña, el antiguo y salvaje mito del devorador mezclado con lo que parece ser una especie de alegoría; el dios principal tiene siempre con él la Sabiduría. La estrecha relación entre Zeus y Atenea se debe probablemente a causas históricas. El dios principal de los invasores tiene que llegar a algún acuerdo con la poderosa y bien establecida diosa minoico-micénica; pero él no puede ser marido de ella, porque ella, como los demás de su género, no tiene consorte o lo tiene insignificante; por lo tanto, tiene que ser padre de ella. Pero ella no puede tener madre, porque esto supondría subordinarla a alguna otra diosa, como Hera o Perséfone, por ejemplo, y ella es demasiado importante para esto. De ahí su milagroso parto, que representa, si pudiéramos descubrir los pormenores, un interesante capítulo en la primitiva diplomacia y política religiosa.

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Su esposa siguiente fue Temis, es decir, el Cielo se casó con la Tierra. La descendencia fue apropiada, las Horas y las Moiras. Las Horas son unas diosas de muy vaga definición y relacionadas con los frutos de la tierra. Dado que la palabra en griego clásico no significa “hora”, sino simplemente tiempo, estación del año, estas diosas representan las estaciones anuales. Por ello su número es variable, ya que los antiguos distinguían de dos a cuatro estaciones. Lo más frecuente es que se citen como tres (primavera, verano, invierno) y tiendan a convertirse en divinidades de carácter local; en la época de Hesíodo se les daban los nombres de Eunomía, Diqué e Irene, es decir, Ley y Orden, Justicia y Paz. Pero éste no es el aspecto más importante en el escaso culto que se les tributó, y generalmente fueron deidades secundarias, asistentas de las diosas mayores. Carecen de una verdadera mitología.

Las Moiras, por su parte, tienen un origen confuso, pues si bien se las hace derivar en ocasiones de Zeus y Temis, su nombre también aparece asociado como descendientes de la Noche. No es improbable, más bien es sumamente probable, que estos seres fueran en su origen no unos poderes abstractos del destino, sino espíritus protectores del nacimiento, como aquellos que en la moderna creencia griega y en otras creencias populares de aquella región, visitan al recién nacido y determinan cuál ha de ser su suerte en la vida. Esto es, por lo menos, o que hacen las moiras en la leyenda de Meleagro. Eran objeto de culto en muchas partes del mundo griego, como dan fe de ello las inscripciones y otros monumentos

A las moiras se las representó comúnmente a partir de Homero, como hilanderas, y a partir de Hesíodo en número de tres, llamadas Cloto (la que hila), Láquesis (la que da las proporciones) y Átropo (la inflexible). En el arte aparecen como mujeres, en literatura a menudo como mujeres muy viejas, naturalmente, debido a que, por un lado, las divinidades de este mismo estrato antiguo aparecían a la fantasía popular con los signos de la ancianidad, y por otro lado, porque las ancianas eran por encima de todas las otras, las hilanderas tradicionales de los hogares griegos. El hilo que las parcas hilan es, o lleva, el destino de cada individuo y cuando aquél se rompe, una vida humana toca a su fin.

La imaginación poética elaboró más tarde esto de diversos modos, haciendo, por ejemplo, que las moiras hilasen un hilo de oro para la vida de un individuo especialmente afortunado, o que reanudasen una labor abandonada cuando alguien vuelve a la vida (en el caso de Eurídice, por ejemplo). Asimismo, sus funciones aparecen en épocas posteriores especializadas, ya que Atropo hila o canto lo pasado, Cloto lo presente y Láquesis lo futuro; o bien sosteniendo Cloto el huso, Láquesis estirando el hilo y Atropo cortándolo, etc. Con frecuencia, las moiras, o una de ellas, aparecen en el arte representadas como leyendo o escribiendo el libro del destino, por lo cual probablemente se originó en Higino la ridícula afirmación de que ellas inventaron algunas letras del alfabeto griego.

Tras Temis, Zeus tuvo por esposa a Eurínome, la cual, como Metis, es representada por Hesíodo como una hija de Océano y Tetis. Sus hijas fueron las cárites, más familiares según la traducción latina de su nombre, Gratiae (gracias), que suelen aparecer asociadas a la diosa Afrodita. Aun cuando estas diosas (de número indeterminado, pero generalmente representadas como una tríada, según Hesíodo) sean concebidas como personificaciones de la gracia o de la belleza, casi no hay duda de que son antiguas diosas de la vegetación (es decir, hacen el suelo “deliciosamente” productivo); de ahí, por ejemplo, su culto ateniense con los nombres de Auxo (la Aumentadora) y de Hegemone (la que guía, o sea, que hace salir las plantas de la tierra). Son bastante corrientes en el arte, donde sus tres figuras bellas y virginales, con ropaje o sin el, constituyen un tema predilecto, y también en leyendas en las que se requiere una compañía para una de las diosas mayores, una bella esposa para un dios o danzantes o cantantes celestiales en algún festival. Pero apenas puede decirse que tengan leyendas propias.

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Una unión más importante fue la de Zeus y Deméter, que también nos ofrece el enlace entre el cielo y no exactamente la Tierra, sino los Cereales. De esta unión nació Core, conocida también como Perséfone. Hay una leyenda, que es de origen órfico, quizá procedente de algún mito tracio o frigio que se ha perdido, que refiere que Zeus se enamoró de su propia hija Peséfone, y finalmente se unió a ella adoptando la forma de serpiente o dragón. Perséfone dio a luz un niño maravilloso, Zagreo (identificado acertada o erróneamente con Dioniso), contra el cual envió la celosa Hera a los titanes para que le atacasen. Engañándole con juguetes de varias clases, incluyendo un espejo, consiguieron matarlo, y luego lo despedazaron y lo devoraron. Sin embargo, Atenea consiguió salvar su corazón y lo ofreció a Zeus. Este se lo comió y con sus rayos destruyó a los titanes. De sus cuerpos surgió la humanidad, la cual, por lo tanto, es en parte divina, porque los titanes habían devorado a Zagreo antes de ser destruidos, y en parte malvada, debido a la maldad de los titanes. Zeus, habiendo comido el corazón de su hijo, pudo engendrarlo una vez más, en esta ocasión de Sémele. Este cuento sumamente extraño parece deber algo a la leyenda de Zeus y de Metis; pero sus detalles contradicen completamente la tradición griega normal, sobre todo al casar a Perséfone con Zeus y no con Hades, en la cruda doctrina del pecado original, en la historia del origen del hombre y en todo el papel desempeñado por los titanes. Se ha demostrado con abundancia de argumentos que este relato debe relacionarse con diversas deidades del llamado ritual órfico, que se desarrolló en Grecia hacia los siglos VII y VI antes de Cristo, y luego siguió existiendo hasta la decadencia del paganismo, como una influencia más o menos poderosa, pero nunca totalmente absorbida por la religión o el culto nativos.

Después de Deméter, la esposa siguiente fue Mnemósine (la Memoria), que era una titana. De ella nacieron las nueve musas. Esto, al parecer, no es más que una alegoría; con la ayuda divina, la Memoria produce las artes y los oficios.

En su origen, quizá las Musas fueron espíritus de las aguas. El agua, según cualquiera puede percibir, habla cuando corre; por ello es una idea muy difundida la de que el agua, o los espíritus del agua, puede profetizar; un trago de la fuente Casotis formaba parte de la preparación de la Pitia, y ritos similares se observaban en muchos oráculos griegos. Pero un profeta es también un poeta, de ahí la idea de que las musas podían, a quien ellas quisieran, inspirarle el escribir, no sólo oráculos en verso, sino toda clase de poesía. Además, como eran muy sabias, conocían todas las historias y podían inspirarlas a quienes ellas quisieran. Por esto fácilmente se convirtieron en las protectoras de toda forma de literatura a medida que iba desarrollándose, y por extensión natural, también de otras artes. Las antiguas sedes de su culto fueron el distrito de Pieria, cerca del monte Olimpo, en Tesalia, y el monte Helicón, en Beocia; por ello a menudo se alude a ellas con los adjetivos piérides, heliconias, etc. Es evidente que una región montañosa es un lugar natural para un culto de deidades acuáticas, porque un torrente de montaña es una masa de agua muy audible. Por otro lado, la prueba de tal origen de las musas no tiene nada de evidente, y se limita simplemente a su asociación esporádica con el agua, y tampoco explica su nombre (Mοΰσαι, es decir, Mόνσαι, las Restantes). Sea cual fuere su origen, su culto estuvo ampliamente difundido, aunque en ningún lugar fue de gran importancia.

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Como otras deidades, son sumamente celosas de su honor. En dos ocasiones fueron desafiadas por mortales; el primero en manifestar tal arrogancia fue un bardo tracio llamado Támiris, el cual se jactó de que incluso podía cantar mejor que ellas. Le salieron al encuentro en Dorio, en el Peloponeso occidental, y allí, dice Homero: ”...y ellas irritadas le cegaron, le privaron del divino canto y le hicieron olvidar el arte de pulsar la cítara” (Ilíada II, 594)

Más oscuras eran ciertas cantoras mortales, llamadas, como las propias musas, piérides, porque eran hijas de Píero de Pela, Macedonia, y de la esposa de éste, Evipe de Peonia. Eran nueve, y retaron a las musas a competir en el canto. Habiendo éstas aceptado, el jurado de ninfas que con tal ocasión se había congregado, votó unánimemente por las musas; las piérides, como castigo a su presunción y por la poca delicadeza con que habían tratado a las musas durante el certamen, fueron convertidas en cornejas, que todavía poseen la facultad de imita el habla humana.

Solamente en autores tardíos encontramos a las musas asignadas cada una de ellas a una sección especial de las artes y de las ciencias. Según tales autores, Calíope es la musa de la poesía épica; Clío, la de la historia o del arte de tañer la lira; Euterpe, de la tragedia o de tocar la flauta; Melpómene, de la lira o de la tragedia; Terpsícore, de tocar la flauta o de la danza; Érato, de los himnos a los dioses o de la lira; Polimnia, de la danza; Urania, de la astronomía; Talía, de la comedia.

A Mnemósine le sigue Leto (o Latona), madre de Apolo y de Artemis. La leyenda corriente del nacimiento de estos dos hermanos es la siguiente. Leto la titana fue amada por Zeus y concibió dos hijos mellizos. Pero ninguno de los muchos países que visitó Leto cuando sintió que se acercaba el momento de dar a luz quiso acogerla, hasta que por fin llegó a Ortigia. Este lugar, dondequiera que se encontrase, fue identificado en época bastante antigua con la isla rocosa e inhóspita de Delos, forma de la leyenda que muy probablemente se debió al hecho de que las ciudades jonias del Asia Menor eligieran este lugar céntrico pero políticamente insignificante, como la sede de sus grandes festivales comunes, las Panionia (Festivales Panjónicos). Dos motivos se señalan para explicar el temor que las otras regiones sentían y que les impedía recibir a la diosa. El más antiguo que conocemos es el mero temor ante el formidable hijo, Apolo, del cual estaba Leto destinada a ser madre. Este motivo se encuentra en el himno “homérico” a este dios, pero por esto mismo resulta algo sospechoso, porque el poema fue escrito para su festival y concebido en un tono de la más entusiástica alabanza a Apolo. El otro motivo, aunque posterior, es más natural y parece tratarse de un relato mejor; toda la tierra temía a Hera, la cual o bien había enviado a su hijo Ares y a su sierva Iris a prevenir a todo el mundo para que no recibiera a su rival, o bien había decretado que Leto no diera a luz a sus hijos en ningún lugar donde brillara el sol. Además, permitió a Pitón, el dragón de Delfos, que persiguiera a Leto. Sea como fuere, Delos recibió a la diosa, y allí fue donde nacieron sanos y salvos los dos gemelos; Posidón, en una de las versiones, eludió el decreto de Hera sujetando la isla, que en aquellos tiempos flotaba y no estaba fija a ningún lugar, y la cubrió con sus olas, de suerte que sobre ella no pudiera brillar el sol. En cuanto a quién asistió a la madre en el parto, la tradición vuelve a variar; la versión más peregrina es quizá la que encontramos en Apolodoro, de que Artemis nació primero y en seguida corrió a prestar a Leto aquella ayuda que en épocas posteriores las mujeres mortales a menudo esperaban de ella, asegurando de este modo la feliz llegada de su hermano. En el himno homérico estuvieron presentes allí todas las diosas menos Hera e Ilitía, pero esta última fue persuadida finalmente para ir también. En la isla existía una vieja palmera a la que se creía que se había agarrado Leto convulsivamente durante los dolores del parto.


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Finalmente Zeus se casó con Hera. En Homero, Hera no es su última elección, sino la primera, al parecer, y sus relaciones comenzaron antes de la caída de Crono: “Hera subió ligera al Gárgaro, la cumbre más alta del Ida; Zeus, que amontona las nubes, la vio venir; y apenas la distinguió, se adueñó de su prudente espíritu el mismo deseo que cuando gozaron las primicias del amor, acostándose a escondidas de sus padres“ (Ilíada XIV, 292). Esto resulta bastante natural para un poeta cuyos héroes principales son los grandes reyes de Argos y Micenas y sus vasallos. Porque Hera es desde tiempos inmemoriales la gran diosa de Argos, y cerca de esta ciudad pueden verse aún hoy las ruinas de su templo. Es evidente que cuando los aqueos invasores llegaron hasta Argos, pronto se dieron cuenta de que el culto indígena era demasiado fuerte para ser pasado por alto en el caso de que desearan hacerlo, y por lo tanto le dieron de una vez para siempre un importante lugar en su propia religión, reconociendo a la principal diosa de Argos como la divina esposa del principal dios de ellos.

Según Hesíodo, los hijos de la divina pareja fueron tres: Hebe, Ares e Ilitía. La primera y la última de estas deidades son hijos muy adecuados para una diosa íntimamente relacionada con la vida de las mujeres, siendo respectivamente las divinidades protectoras de la juventud y del alumbramiento. Sin embargo, hay que advertir que son relativamente poco importantes. Ambas diosas aparecen en el culto, especialmente Ilitía; pero ni la una ni la otra tienen mucha mitología. De Hebe, ciertamente, apenas puede decirse que tenga ninguna, salvo que se le presenta casándose con Heracles después de que éste fue elevado a su muerte a la categoría divina: “Vi después al fornido Heracles, o, por mejor decir, su imagen; pues él está con los inmortales dioses, se deleita en sus banquetes y tiene por esposa a Hebe, la de las áureas sandalias” (Odisea XI, 601). Ilitía tiene una curiosa leyenda propia, que es la siguiente: “En Olimpia, en cierta ocasión, se temía un ataque de los arcadios. Al acercarse contra ellos los eleáticos en orden de batalla, de pronto surgió una mujer con un niño en brazos, diciendo que era hijo suyo, y que en sueños se le había dicho que lo entregara a los eleáticos en calidad de aliado. Los jefes eleáticos pusieron el niño desnudo a la vanguardia de su ejército, y al avanzar los arcadios, el niño se transformó rápidamente en una serpiente. En esto, los invasores retrocedieron, llenos de pánico, y los eleáticos echaron a correr en su persecución. La serpiente desapareció bajo tierra; en aquel lugar erigióse un templo y a partir de entonces se tributaron al niño honores divinos, con el nombre de Sosípolis (“Salvador del Estado”) y también a Ilitía, por la razón poco convincente de que “ella lo había traído al mundo”. Parece indudable que Ilitía, con su nombre no griego y su supuesto origen cretense, aparece en este mito como la madre divina de un niño divino, completamente conforme al modelo cretense.

Como un contramilagro al nacimiento de Atenea de la cabeza de Zeus, Hera produjo a Hefesto sin padre. O al menos así lo refiere Hesíodo, porque sobre esta cuestión no hay concordancia de pareceres y se incurre en contradicciones: si Hera concibió por sí misma a Hefesto como “represalia” al nacimiento de Atenea, qué hacía Hefesto en el nacimiento de ésta blandiendo el hacha para facilitar su salida de la cabeza de Zeus.

Algunos autores han sostenido la paternidad de Zeus, pero como hijo concebido en los momentos previos al destronamiento de Crono.

Hay una esposa de Zeus, con toda probabilidad la más antigua de todas, que Hesíodo omite en su lista. Se trata de Diode. Conoce su nombre, ciertamente, pero sólo como el de una océanide, y en ningún lugar habla de su matrimonio con Zeus. Pero Homero ha oído hablar de ella como madre de Afrodita, la cual es invariablemente la hija de Zeus en sus poemas; por lo tanto, tiene que estar enterado de la unión entre Zeus y Diode. Otras autoridades nos indican que Dione es algo más importante de lo que uno pudiera imaginar a base de la escasa mención que de ella hacen los poetas más famosos. Su nombre es simplemente el femenino de Zeus (genitivo, Díos). En Dodona, pero apenas en ningún otro lugar, se tributaba culto a ambos regularmente. Puesto que sabemos que Zeus era adorado en Dodona junto con la diosa Tierra, parece que no está fuera de lugar el suponer que se trate de una diosa de la tierra; pero en contra de Estrabón en tiempos antiguos y de Farnell en época moderna, hay quienes se inclinan a pensar que, sea cual fuera su naturaleza, esta diosa fue introducida en Grecia con el propio Zeus, y debe su importancia al hecho de que, aparte de este culto muy antiguo en un apartado rincón del mundo helénico, fue borrada de la conciencia religiosa de los griegos por la figura majestuosa y dominante de Hera. En cualquier caso, su relación con Afrodita no se refleja en el culto en ningún lugar, y es una figura tan vaga que a menudo se la confunde con su hija, mejor conocida que ella.

Zeus también tuvo receptoras mortales de sus favores, en una larga lista que incluiría los siguientes nombres: Alcmena, Antíope, Calisto, Dánae, Egina, Electra, Europa, Io, Laodamia, Leda, Maya, Níobe, Pluto, Sémele y Táigete. pero estas ya son otras historias
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¿CREYERON LOS GRIEGOS EN SUS MITOS?

AUTOR: Paul Veyne

RESEÑA: Paul Veyne es uno de los más respetados especialistas
en historia y filosofía antiguas, integrante de la escuela de
las mentalidades y del grupo de historiadores que llevaron
adelante la empresa de historiar la vida privada.

"A la sola lectura del título cualquier persona con la menor cultura histórica habrá respondido de antemano: "¡pero seguro que creían en sus mitos!" Hemos querido simplemente hacer de tal manera que aquello que era evidente en los Griegos lo fuera también de nosotros, y desprender las implicaciones de esta verdad primera".

En este libro se investiga el concepto de verdad presente en los mitos. No sólo las "verdades" o ideas tienen una historia, también la tienen el criterio de verdad y falsedad. ¿Qué actitudes tenían los griegos frente a sus mitos? ¿Creían en la religión como cree un cristiano?


A todos a quien les gusta la Historia de las civilizaciones clássicas y en el particular su mitologia, recomiendo vivamente este libro, lleno de supresias, erudito pero agradable...
geancarlo
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recordaran que dionisio , hijo de lrey cretos, fue raptado por ZEUS, por su belleza, cualidades, etc, ZEUS se enamoro del joven y lo llev oal monte olimpo , al servicio de los demas dioses, se encargaba de servirles la ambrosia el manjar de los dioses, mas tarde en honor a dionisio crearia la constelacion de acuario, el joven con el cantaro, asi com oeste hay mas relatos de la historia griega que narran encuentros homosexuales, gays com ose queira llamar, com oven los dioses se enamoraban de los humanos. :lengualado:
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